Salmo de payaso




          Dirijo este humilde salmo ante ti, Jesús. No soy más que un pobre payaso. Mis manos, como puedes ver, no traen ricos presentes, aunque me gustaría. Tan sólo esta sonrisa de payaso que, incluso, en los momentos amargos se mantiene alegre. Mi mejor hato no es el traje de noche de los grandes actores, sino estos pobres pantalones arrugados que intento componer  con mis tirantes y un chaqué cuyos ojales, del uso, son demasiado grandes.

Sé que son de escaso valor para Ti, Señor; pero Tú, Niño también, podrás comprenderme. Cuando salgo al escenario –el público a la espera de nuevas emociones- mi palabra y mis gestos se dirigen a los niños. ¡Chsss...! No le digas a nadie que los mayores también me escuchan con atención. Entonces mis cómicas ropas se vuelven graciosas y entrañables: no me importa que mis pantalones sean bombachos, ni mis zapatos grandes... Mis bolsillos, vacíos hasta entonces, se abren para encontrar una flor con que consolar el llanto de un niño o de una niña, un globo con que iluminar su sonrisa e, incluso, ¿por qué no?, una pirueta que acabe conmigo en el suelo. Permíteme siempre, Señor, mantener vivo este espíritu joven que aún vive en mí.
             
Hoy ante Ti, Niño Jesús, sólo traigo mi oficio de payaso, con mi gran sonrisa, mis enguantadas manos, el corazón dispuesto y mis zapatos blancos, muy blancos.
   
       
           

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