La voz de la secuoya y del otoño (segunda parte)


            Quizás sea esta imagen la que me lleva de nuevo a tus ojos, Talita. Era sorprendente cómo al llegar la noche la colina levemente encendida de tus ojos se iluminaba por trémulas estrellas que se encendían y apagaban. Sí. Quizás era la señal esperada para que mis duendes, los pequeños duendes inquietos, salieran de sus escondites y tantearan dentro de mí, abriendo nuevos caminos donde entrara y saliera dulce la voz del río. Sí, tal vez fue amor. Tu nombre, nombre imaginado, nombre intuido del hebreo conjuraba los miedos y las ramas que nos impedían llegar a ambos.
            Tan satisfechos estábamos de nuestros logros que nos olvidamos de esa presencia sonora y musical que había prorrumpido en nuestras vidas y que, lenta muy lentamente, había iniciado su huida de nuestras orillas, dejándonos a ti, llena de crisis y miedos, y a mí, ciego, incapaz de ver tus estrellas. No fui consciente, no quise ser consciente. Como un niño que se niega a que su árbol favorito pierda sus hojas, ya sea pegando tercamente las hojas a sus ramas de nuevo, o tal vez recortando con cartulina un tronco y raíces que pinta previamente de marrón y, después, con los únicos límites que impone el sueño y el juego, recortando unas hojas que pinta de color verde y amarillo.
            Hoy nuevos otoños han inscrito en ti y en mí diferentes obstáculos y palabras: otras gentes, otras ciudades, otros empeños... Hoy andamos de puntillas entre nosotros –entre los recuerdos y los deseos- sin dar el salto, mientras el otoño arranca de nosotros nuevas hojas, nuevos desaires. Hoy... Una S bellamente impresa –afuera la lluvia desciende suave, pero de forma ininterrumpida, sobre el húmedo suelo- ilustra una secuoya; la página que anuncia el fin del libro me apremia a seguir leyendo:

          Se habían marchado los elfos y los incansables duendecillos. ¡Mmm! Qué curioso que antes de echar una cabezadita para recuperar fuerza se le viniera a la mente el nombre de cada elfo y de cada duende. –Glooo...ton...cillo, Jugueeee...tón, So...ñaaaa...do..., Triiis...tón, Re...seeer...va...d.., Ex...pool...ra...- En fin, mañana, cuando llegara la nueva primavera, ya tendría tiempo de preocuparse de qué nuevo miembro venía a sumarse a los demás. Ya se ocuparía, desde luego, de darle el nombre más adecuado. Antes de quedarse dormido, su pensamiento, como al principio de cada otoño, fue de agradecimiento al Agua que le proporcionaba el sustento desde sus raíces hasta las ramas más altas. Dormido, una leve, muy tenue sonrisa, cruzó su semblante de lado a lado. A su imaginación venía cómo duendes y elfos empleaban su tiempo en juegos cuya única meta era contemplar, con la compañía agradecida del cielo, el regalo delicado que formaba la personalidad de cada uno –sus sueños, sus miedos, sus rostros-. En el camino hacia la meta quizás se le olvidara a más de uno que compartir el regalo con cada uno de los otros seres venía a otorgar realmente el tesoro más preciado. El árbol se había quedado dormido. Hay quien afirma que, fruto del aire arremolinándose en sus hojas, tronco y ramas, se podía escuchar cada uno de los nombres de los seres que habitaban cerca de la secuoya.”

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